La precavida, inquietante, desconfiada entrada,
la desorientada
sala donde se agolpa la zozobra,
encogidos y apesadumbrados pacientes y familiares,
el ansia en la megafonía que desgrana nombres,
consultas, cifras,
el abandono que busca la ayuda cómplice,
el cansancio angustioso de la espera,
camillas, sillas de ruedas, sueros, escayolas,
apósitos,
el sinfín de artilugios que deambula y serpentea.
Protocolo, despojo de objetos personales,
radiografías, comprimidos, vaso de agua,
rutinaria vía en la vena por la que absorbe al enfermo el
sistema.
Ahora es la cálida acogida en la sala de tratamientos,
ataduras a aparatos en el sillón inmovilizado,
infalible el continuo goteo del suero…
y la espera de las horas eternas.
Solícita la atención de médicos, enfermeras, auxiliares,
que mitigan el dolor de los enfermos.
Ancianos desorientados, limitados y cansados los sentidos,
jóvenes doloridos,
personas atormentadas cada cual por su pena.
Las alarmas de los monitores,
las mediciones periódicas,
las crípticas anotaciones
y los minutos, las horas que lentamente se arrastran.
La destreza que acomoda
la medicina que aquieta,
la palabra que anima y reconforta.
Al fin la sanación de unos, el traslado para otros,
la gratitud del enfermo parca en palabras y amplia en
la mirada.
El abandono del hospital por la misma ahora confiada
puerta,
el paso tranquilo como del que sale de casa.
Atrás, los cuidadores, las atenciones, las vocaciones
de la gente más humana, de seres adorables.
Desde el hall miro a la calle por los enormes
ventanales
y medito apesadumbrado y lamento con tristeza, húmedos
los ojos,
la desatención, el sarcasmo, la locura, la sinrazón
de los ajenos a las mil batallas que dentro se libran,
de los amenazantes saqueadores que fingen gobernarnos.
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